El Gran Gatsby

Y el pequeño Luhrmann

En «El Gran Gatsby» Fitzgerald hablaba de la decadencia moral de la clase adinerada. Hablaba de la hipocresía de las grandes mansiones y las sonrisas falsas. Hablaba de la vacuidad personal y ética de cada uno de los personajes que rodeaban a Jay Gatsby. Hablaba sobre el dinero y el amor. Era, en definitiva, una obra sencilla pero incómoda. La autocomplacencia y la fascinación por el mundo de la alta alcurnia no tenían cabida entre sus páginas.

Todo lo contrario que en el film que nos ocupa.
Baz Luhrmann transforma el relato original a su gusto, lo pervierte y lo moldea hasta que queda de él una perfecta criatura “luhrmaniana”: una epopeya dramático-amorosa de estética videoclipera. La antítesis de la adaptación del 74, todo tedio, conversaciones, sudor y primeros planos de un soso Robert Redford que sólo aportaba al papel su cara.
Luhrmann construye alrededor de Gatsby un esteticista relato amoroso que cuelga sobre los hombros de DiCaprio todo su peso dramático: Él es el personaje con matices, con sombras, con recovecos. Él es el único que entendemos y con el que simpatizamos. Sus actos tienen un propósito. Sus desmanes favorecen un prisma emocional. Ésta es su película. Él es la película en sí. Y por ello se salva;
La redención del ruidoso film de Luhrmann viene de la mano de la poderosa actuación de un monstruo en pantalla como DiCaprio, convertido en la encarnación misma del personaje de Fitzgerald. DiCaprio, DiCapro, DiCaprio y poco más.

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DiCaprio, maestro de ceremonias

El desarrollo de la historia no nos permite conocer a nadie más: Tom Buchanan es plano, cruel y mediocre, su amante, apenas la conocemos, el marido de ésta, un enfermizo desgraciado. Jordan Baker tan sólo corretea alrededor de Carraway (un correcto McGuire) sin aportar nada. Una paleta de figuras secundarias que no aportan color alguno al relato.
A su pesar, la manía de Luhrman de crear decorados digitales desnaturaliza totalmente el relato. La banda sonora favorece la creación de una atmósfera inverosímil que no conecta con la época del jazz. Con todo, al final del recorrido, su empeño en construir un drama romántico (con flashbacks en sepia inclusive) no conecta con el espíritu del original.

Una obra de Luhrmann, indudablemente. Una mediocre adaptación, también.

Lo Mejor: Fitzgerald debería haber visto a DiCaprio en este papel

Lo Peor: Que la «marca Luhrmann» pervierta el relato

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Por: Francesc Miró

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