Tic tac

Tic.

Los últimos rayos de luz se filtran entre los agujeros de una persiana bajada y vencida. La tenue luz del interior de la habitación procede de una lámpara de pie vieja. Metal de latón sucio. Sucio de aquella suciedad intrínseca. De la que no se ve.
Tic tac.

– ¿Sabes lo que has hecho?
– Supongo que usted cree que he hecho algo.
– No sabes lo que has hecho.
– No.
– ¿No lo sabes o no lo quieres saber?
– ¿Usted qué cree?
Tic tac.

Se hace un breve silencio. Algo parecido a una pausa dramática. Él se reclina sobre su asiento de piel. Rojo oscuro. Rojo viejo. Se le escapan ya trozos de tela. Se le abre la piel, llena de cicatrices. La butaca chirría con el movimiento de su inquilino. Su intruso cotidiano. Se queja. El humo baila tranquilo por la habitación. Ajeno a la conversación. Ajeno al mundo.
Tic tac.

– Creo que te gusta que te repitan lo que has hecho. Te regodeas en tus actos cuando los oyes en boca de los demás. Los revives.
– Habla usted como si hubiese hecho algo malo.
– ¿Crees que lo que has hecho está bien?
– Le digo que no sé lo que usted cree que he hecho.
– ¿Me estás poniendo a prueba?
– ¿Cree que le pongo a prueba?
– Creo que pones a prueba a todo el mundo. Te gusta.
– Si no me engaño sois vosotros los que nos ponéis a prueba a nosotros. Es vuestro trabajo.
– No seas insolente.
– No lo soy, perdone. Creía que en eso consistía vuestro trabajo.
– Nuestro trabajo consiste en reeducar.
– Pues parece que no lo hacen demasiado bien.
– ¿A qué te refieres?
– Creo que si hicieseis bien vuestro trabajo esto no estaría ocurriendo.
– ¿Qué está ocurriendo?
– Me está interrogando.
– Esto no es un interrogatorio chico.
– Lo parece.
– Pues no lo es.
– Ah, vale. Lo siento.

Otro silencio. Él se endereza y apoya los codos sobre el escritorio. Se quita las gafas y se friega los ojos. Las ojeras perpetuas se le enrojecen. Baja la cabeza y expira por la nariz. Se pasa las manos por la cabeza. Calva. Reluciente. Sudada. Como su camiseta. Como su pantalón. Como su trasero. Como su poltrona, que traga su sudor asqueada.
Tic tac.

– ¿Sabes que pudo haber heridos, verdad?
– No. No sé de lo que me habla.
– Sabes de lo que te hablo. La señorita Elia salió de allí diez minutos antes del incendio. Podría haber resultado herida. Podría haber estado allí.
– Pero no lo estaba.
– Podría haber estado.
– Ya, pero no lo estaba. ¿Me está acusando de algo que no ha ocurrido?
– Sí que ha ocurrido. Has quemado parte de la biblioteca del instituto. Has calcinado cientos de libros. Has hecho saltar las alarmas antiincendios. Has hecho que cundiera el pánico. Ha tenido que venir la policía.
– ¿Y los bomberos?
– No, los bomberos no.
– Vaya.
– ¿Vaya, qué?
– Pensaba que los bomberos apagaban incendios.
– Incendios de verdad. La señora Agustina pudo sofocar el fuego con un extintor.
– Entonces me acusa de un incendio de mentira.
– Un incidente grave. Muy grave. Motivo de expulsión.
– Sin pruebas.

Tic tac.
Él abre el primer cajón del escritorio. Saca un paquete de cigarrillos. Saca un cigarrillo. Se queda mirándolo un instante. Cómo sopesando si encenderlo o no. Le mira. No se inmuta. Sigue tan impasible como siempre. Decide encenderlo. Acto de poder.
Tic tac.

Vuelve la vista hacia el cajón y rebusca entre papeles amarillentos. Saca un mechero verde. Intenta que haga chispa. Un intento. Dos. Tres. Cuatro. Tira el mechero verde a la basura. Vuelve a rebuscar y saca otro. Éste es blanco. Con un logo de una funeraria en azul. Funciona. Enciende el cigarro. Inspira. Expira. Le vuelve a mirar.
Tic tac.

– ¿Te crees muy listo, verdad?
– Lo soy.
– ¿Lo eres? Si lo fueras no estarías aquí.
– Si estoy aquí es porque me retiene.
– Estas aquí porque has causado un incendio.
– Yo no he causado ningún incendio.
– Cuando antes confieses mejor.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo que por qué?
– Que por qué iba a ser mejor que confesase antes. ¿El castigo sería menor?
– No.
– ¿Entonces?
– Todo esto terminaría ahora.
– A mí que termine pronto o tarde me da igual.
– ¿No quieres volver a tu habitación?
– No tengo ninguna prisa por volver a esa ratonera en la que nos hacéis dormir.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Yo no he hecho nada.
– ¿Tampoco lo de la cocina?

Primera reacción al otro lado del mundo. Las miradas se vuelven duras. Cada uno se mueve en su asiento. Uno hacia adelante. Otro hacia atrás. Como un ritual. Una danza. Tango en la habitación de las luces muertas. De las horas muertas. De humo ajeno al mundo.
Tic tac.

– ¿Qué es lo de la cocina?
– No te hagas el tonto. Metiste ratas muertas en la nevera de la fruta del comedor.
– No sé nada de eso.
– ¿Y de lo del aula de informática?
– Tampoco.
– Vídeos de pornografía bondage …
– Me sorprende que sepa usted qué significa ésa palabra.
– Más me sorprende a mí que lo sepas tú. ¡Tienes catorce años, por Dios!
– Tampoco sé nada de eso.
– Lo has vuelto a hacer.
– ¿El qué?
– Te gusta que la gente hable de lo que haces.
– Yo no hago nada.
– Esto ha ido demasiado lejos. No puedes seguir haciendo lo que te venga en gana.

Tic tac.
Las últimas luces del día han desaparecido. Otro día muerto. La tétrica luz de la lámpara es ahora la única fuente de luz. Y el cigarrillo, vivo cuando lo fuman. Aunque en este caso no se sabe quién fuma a quién.

– Si hiciese lo que me viniese en gana no estaría aquí.
– ¿No has dicho que no tienes prisa porque esto termine?
– Que no tenga prisa no significa que me guste estar aquí.
– ¿Por eso lo haces? ¿No te gusta estar aquí?
– Este despacho huele a humo y a whisky barato.
– Digo en éste instituto.
– Esto no es un instituto, es una cárcel.
– Es cierto, esto es una cárcel. Y tú no tienes 14 años. Ya no.
– ¿Entonces?
– Entonces significa que vamos progresando.
– ¿Progresando?
– Sí, progresando. Esto es un pequeño paso. Hacía semanas que no teníamos una conversación así. A la salida dile al celador que te dé tus pastillas. El martes a la misma hora.

Tac.

No tan lejos: una explosión.

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Por: @FrancescMiro

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